Conocí a Javier Jorge hará tres años y medio. Inauguraban una librería en Barcelona especializada en libros autoeditados y me pasé por allí a ver qué se cocía: estaba escribiendo un reportaje sobre gente que había vencido mil obstáculos para hacer realidad el sueño de publicar un libro, y tal vez allí podría encontrar algún testimonio interesante. Aún no sé cómo acabó en mis manos la novela entre las muchas que había en el local, pero en cuanto le di la vuelta al libro y leí la contraportada, caí en la red. Era para mí. Hablaba de mí, y eso que ni me va la noche, ni hablo cheli, ni sigo colgada del primer amor ni he visto una raya de farlopa fuera de la pantalla en mi vida. Pero hablaba de mí. Porque todo eso, que está tan presente en la trama, no es, ni mucho menos, su gran tema.
Escrito por Imma Muñoz (El Periódico)
Conocí a Javier Jorge hará tres años y medio. Inauguraban una librería en Barcelona especializada en libros autoeditados y me pasé por allí a ver qué se cocía: estaba escribiendo un reportaje sobre gente que había vencido mil obstáculos para hacer realidad el sueño de publicar un libro, y tal vez allí podría encontrar algún testimonio interesante. Aún no sé cómo acabó en mis manos la novela entre las muchas que había en el local, pero en cuanto le di la vuelta al libro y leí la contraportada, caí en la red. Era para mí. Hablaba de mí, y eso que ni me va la noche, ni hablo cheli, ni sigo colgada del primer amor ni he visto una raya de farlopa fuera de la pantalla en mi vida. Pero hablaba de mí. Porque todo eso, que está tan presente en la trama, no es, ni mucho menos, su gran tema.
Leí apenas la primera página, pero intuí que tenía que incluir a ese tal Javier Jorge en el reportaje. La dueña de la tienda me lo puso en bandeja: “Ha venido a la inauguración. ¿Te lo presento?”. Por favor. Hablé unos minutos con él. Me impresionó lo claro que lo tenía. Había escrito el libro que quería escribir, había cosechado un rechazo editorial detrás de otro y eso, lejos de desanimarle, le había hecho ver que iba por el camino correcto: el suyo. Era su libro, su historia, no la que esperaba el mercado ni complacía a las editoriales. Era de verdad, le salía de dentro, la había macerado durante años en sus entrañas y la había logrado plasmar con inteligencia, y mucho sudor, sobre el papel. Y eso no estaba en venta. “A menos que me pongan una cantidad indecente sobre la mesa, de esas que te solucionan la vida”, se rio. Eso ya me lo dijo en su casa, durante una entrevista de dos horas largas en la que se confirmó mi impresión inicial: ahí había una voz.
Es fácil impresionar con un discurso estudiado y bien ejecutado durante diez minutos, a pie de calle, en la inauguración de un local, pero no lo es en absoluto mantener ese embrujo durante dos horas de charla con alguien que viene con tu libro diseccionado y permanece atento a las rendijas. Lo logró. Me pareció valiente. Muy seguro. Él sabía lo que tenía que hacer, cómo mover su libro, y no iba a escuchar ninguna oferta de ninguna editorial porque no tenían nada que ofrecerle. Él confiaba en su novela, confiaba en su capacidad de trabajo, y se iba a comer el mundo. Así me lo dijo, tal cual. Así le escuché. Y lo más fascinante es que en ningún momento me pareció un arrogante, un soberbio o, peor, un iluso. Le creí a pies juntillas porque hablaba desde el corazón, sin filtros de corrección política, sin andar preocupándose por el qué-va-a-pensar-esta-de-mí.
Y también le creí porque había leído, enterita, la novela. De un tirón, sin poder soltarla, sin respirar en algunos momentos. Y había visto todo ese potencial. ‘La última raya’ no es una novela redonda. No lo es. Leída con ojos de crítico, analizada como yo analizo los libros cuando me pongo en modo profesional (y yo estaba ahí trabajando), tiene algunos momentos de boli rojo. Pero ¡¿qué diablos?! ¿No los tiene la vida? La vida no es redonda. La vida es como es, como viene y como la sentimos, y ‘La última raya’ es la vida. La novela de Jota (porque así es como llamamos los amigos a Javier Jorge) no es para analizarla: es para vivirla. Y ahora sé que eso fue lo que me atrapó, por eso al meter los pies en ese río caudaloso que es su prosa la corriente me arrastró y fluí con Rubén y con sus zozobras (¡con las mías!) sin poderme resistir.
La novela de Jota late. Respira. Suda. Vibra. Sacude. Llora. Gime. No hay concesiones a la emotividad fácil, no hay edulcorantes, no hay rebeldía de postal, no hay poses ni pudores. Hay una verdad que seduce a lectores muy distintos, porque se ven en ella, y hay un nervio narrativo que hace que vueles hasta el final de la historia.
La primera vez que hablé con Jota, su novela había vendido ya 5.000 ejemplares, una proeza en el actual mercado editorial, sobre todo porque lo había hecho sin el apoyo de ningún sello. Para muchos sería la meta, pero para él solo era el inicio de la aventura. Me lo dijo: “La voy a convertir en un superventas”. Va camino de lograrlo. Cuando escribo esto, esa cifra casi milagrosa se ha cuadruplicado, y la bola es cada día más grande. Si aún no has entrado en ‘La última raya’, te animo a que lo hagas: no solo vas a conocer a Rubén, vas a conocerte también a ti mismo. Porque, como intuí esa tarde en la librería, ni sexo, ni drogas, ni juergas, ni amores perdidos. Al final, el gran tema de ‘La última raya’ eres tú.